Aplaudir es una de esas cosas que hacen los humanos y respecto a las
que nadie suele hacerse preguntas, como reír cuando algo nos hace gracia
o movernos al ritmo de la música. Pero para todo hay un momento y el
del aplauso ha llegado. ¿Por qué aplaudimos?
No hay una respuesta corta para esta pregunta. Hay quien dice que el
aplauso puede tener que ver con darle una palmada en el hombro a alguien
que ha hecho algo bien, pero esa respuesta nos lleva a otro callejón
sin salida, porque, ¿por qué damos palmadas en la espalda?
¿Aplaudían ya los hombres de las cavernas? A no ser que antes
inventemos una máquina del tiempo o alguien encuentre una pintura
rupestre tan detallada como un graffiti de Keith Haring, nunca lo
sabremos. Un posible indicio nos lo podrían dar nuestros parientes
evolutivos más cercanos, los grandes simios. Pero según Joaquim J. Veà,
Profesor Titular del Centro Especial de Investigación en Primates de la
Universidad de Barcelona: “Tras un montón de años estudiando primates en
las selvas, nunca he visto un primate (no humano) aplaudir”.
A pesar de esto es muy común ver a un chimpancé aplaudiendo en el
zoo, pero el profesor Veà también tiene respuesta para eso:
“Probablemente, dada su capacidad de imitación, primates de zoos o
cautivos aprendan a aplaudir. A ser chimpancé o a ser humano se aprende y
lo que hagas y/o puedas hacer de adulto depende de tu historia vital”.
Por estas razones, parece claro que el comportamiento no es innato, sino
algo aprendido. O sea que es posible que alguien, en algún momento
“inventara” los aplausos.
Quienes llevan todas las papeletas para atribuirse la invención, son,
una vez más, los romanos. La noticia más antigua del uso del aplauso
para que un público exprese su aprobación data nada menos que del siglo
III. Al final de muchas de las obras teatrales de Plauto y Terencio el
protagonista gritaba “Valete e plaudite!” (¡Adiós y aplaudid!), a lo que
el público, o al menos una parte que solía recibir una cantidad de
dinero por hacerlo, aplaudía.
De hecho, durante la época romana el tema del aplauso estaba mucho
más regulado que en la actualidad, ya que incluso había varios tipos de
aplauso según el grado de entusiasmo, la aprobación mínima se
exteriorizaba simplemente chasqueando los dedos (curioso sonido debía
ser escuchar el chasqueo de los dedos de los 50.000 espectadores del
Coliseo de Roma), después había un par de tipos de palmeo, imbrex, con
la mano hueca, y testa, con la mano plana.
El máximo entusiasmo se demostraba agitando el faldón de la toga (y
me atrevo a decir que lo siguiente ya era quitársela). En Roma aplaudir
era un currelo a tiempo parcial. En la biografía que Tácito escribió
sobre Nerón se relata como el orondo emperador contaba con nada menos
que 5.000 palmeros a sueldo para que lo aclamaran en sus apariciones
públicas.
Estas manifestaciones de júbilo del Imperio es normal que pasaran
directamente a las ceremonias cristianas primitivas, en las que al más
puro estilo “Amanece que no es poco”, era normal que se vitorearan los
sermones de los sacerdotes. Pero esas costumbres acabarían perdiéndose
durante la tristona Edad Media.
Desde entonces, los aplausos se han convertido en todo un sistema de
comunicación público-escenario, dependiendo de su intensidad, rapidez o
duración pueden transmitir desde la locura al desprecio más absoluto. Y
si hay un público experto en la transmisión de mensajes, ese es sin duda
el de la música clásica, famoso por su insistencia, pesadez y, sobre
todo, resistencia física, cuando algo le gusta mucho. El record absoluto
de esta disciplina lo tiene Viena, pero el aplaudido es español,
Plácido Domingo. En 1991, tras una interpretación de Otelo, fue aclamado
durante 80 minutos, teniendo que salir al escenario en 101 ocasiones
para agradecer tal entusiasmo. Demasiado. Ochenta minutos haciendo algo
es demasiado casi para cualquier cosa.